Hoy cuando desperté, y recordé el sueño de la noche recién pasada, creí que no era coincidencia que después de años sin tener fiebre ni enfermarme hasta caer en cama, soñara contigo.
Porque te creí superado, y porque la fiebre me deja indefensa al saber que al día siguiente estaré sola en este enorme apartamento. Porque Freud decía que uno sueña deseos reprimidos y yo pensé para mi: ¡delirando de fiebre!
Pero así fue; y en mi sueño solo me bastaba darte la mano para sentirme bien. Nada más. Me bastaba que nos riéramos como nunca lo hemos hecho y que me dieras la mano un poco a regañadientes y yo ya estaba entregada a ti. Porque no hacían faltas discusiones políticas, ni yo necesitaba demostrar que estaba intelectualmente a tu altura (y que soy digna para ti), ni necesitábamos hablar más de la cuenta; estábamos ahí sin más en la simpleza del paisaje pasándola bien, como amigos que tienen esa complicidad de los sentimientos amorosos.
Y cuando desperté ya sin fiebre, pensé en que manera tan extraña de relacionarnos hemos tenido durante estos años, de caernos mal, de no hablarnos, de salir de fiesta (y no hablarnos), de ser compañeros, amigos, un poco cómplices y de nuevo no hablarnos. En que te he extrañado mucho este semestre en la universidad, y que el otro día cuando me saludaste en la escalera (y me sonreíste) yo suspiré de amor cuando tu ya te habías dado vuelta. Que estemos tan lejos porque sabemos que algo se quebró.
Quizá ha sido el ajetreo de los estudios, la falta de interés, quizá solo el tiempo mismo nos a hecho vernos poco, pero hoy desperté enferma y asustada y en lo primero que pensé fue en ti.

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